Marcelo Bielsa, el director técnico con modos de escritor que ama al fútbol con desmesura

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Por fin. Se le dio. A él y a muchos de los que siguen con devoción sus equipos. Debe tratarse del único técnico del mundo con hinchas propios. Hacía (muchos) años que la victoria se le escurría. Siempre ocurría de manera muy parecida. Sobre el final de la competencia el equipo se desinflaba, perdía cruces claves, la suerte no lo acompañaba. Pasó en la selección argentina, pasó en el Athletic Bilbao, en Marsella y la temporada pasada en el Leeds.

Pero no bajó los brazos. volvió a encarar el torneo más largo del mundo, el de las 46 fechas, como Sísifo, para conseguir el objetivo de lograr el ascenso del Leeds, un club histórico, con enorme tradición, con viejos (y oxidados laureles) pero que estaba hundido en la segunda división inglesa desde hacía 16 años. Marcelo Bielsa, como suele hacer, les devolvió la fe a los hinchas, los mejoró. Y esta vez logró su objetivo. El Leeds ascendió a la Premier League. Un logro que festejan muchas personas en diversos lugares del mundo.

Es fácil caerle a Bielsa. Su falta de títulos en los últimos años lo condena en un fútbol ultra exitista. Sin embargo, esos meses de cada temporada en los que los jugadores vuelan, los goles llegan uno tras otro, los hinchas se ilusionan y su mensaje se impone en todos los medios del mundo, son insuperables. Después, la derrota hace su trabajo. Los que se subieron al carro se van bajando con cinismo y gesto socarrón.

Cuando sus equipos no funcionan, se tornan previsibles, frontales. Se extrañan ideas más dóciles, un plan B. Sus jugadores corren, chocan, pierden la pelota y llegan un segundo tarde a cada cruce. Nunca dejan de correr, nunca hay desgano. Pero algo les falta, se ve a simple vista: esos jugadores perdieron la fe. Se los ve exhaustos, desfondados. Van al ataque porque generaron un compromiso indestructible, pero la falta de recompensa para tamaño esfuerzo se convierte en una carga demasiado pesada.

Evita las polémicas, sus conferencias de prensa kilométricas, repletas de explicaciones, de argumentos de datos, son muchas veces objeto de burla. El fútbol no suele ser un buen lugar para la reflexión, para los silogismos elaborados. No hay demasiada paciencia y el gran refutador suele ser el resultado. Marcelo Bielsa busca evitar eso.

¿De qué carece un equipo de Bielsa? La primera respuesta de la mayoría es previsible: de pausa. Pero, sin el menor lugar a dudas, si algo no tienen sus equipos, si existe algún elemento que abunda en el resto y no existe en los suyos, es la picardía. Esto, obviamente, no significa que sus jugadores sean zombies, que estén en permanente desventaja con el resto de sus competidores. No sacan ventajas desleales. Sus jugadores transitan por el medio del reglamento, eluden los bordes. Juegan siempre dentro del espíritu del reglamento. Es una constante. En un deporte hiperprofesionalizado, en el que el gran protagonista es el resultado, Bielsa consigue que la nobleza esencial del juego se mantenga viva. Conduce equipos inocentes, algo ingenuos pero sanos. Esa falta de picardía, que muchos endilgarán como carencia, asume la condición de posición ética omnipresente e innegociable.

Todos sus equipos parecen gritar: premiemos lo que se obtiene merecidamente y con recursos lícitos. Pero, se sabe, el mundo, por desgracia, no funciona así. Y, entonces, sus equipos no ganan. O, al menos, no lo hacen tan seguido como nos gustaría.

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Desde los medios se sobredimensionan algunas de sus actitudes. Los cincuenta partidos que ve de un jugador antes de comprarlo, el estudio obsesivo de los rivales, los avances tecnológicos que utiliza para el análisis de partidos –en una época causó sensación una computadora que hacía capturas de los videos de los partidos; otra vez un carrito cibernético para revisar movimientos en medio de una práctica-, el cuidado de los lugares de concentración o hasta una broma hecha a un jugador en medio de un entrenamiento. Esas son sólo expresiones responsables de su tarea como técnico. Nadie tendría que comprar un jugador para su equipo sin haber analizado su temporada anterior. Esas conductas llaman la atención en un medio como el fútbol que se la pasa hablando de trabajo y de pasión pero que es profundamente perezoso y desapasionado, donde las actitudes innobles y mercenarias se dan a diario y hasta tienen reconocimiento en virtud del pragmatismo reinante.

Una de las pocas veces que utilizó un ardid (reglamentario) le fue mal. Aquel recordado cambio en tiempo suplementario en la final de la Copa América de 2004. Quiroga por Tevez. Para que pasara el tiempo y para rechazar algún centro más. La única pelota que llegó hasta la puerta del área no pudo ser rechazada por el marcador central y Adriano empató injustamente el partido. Como si el destino se hubiera encargado de castigar de inmediato esa propia traición a sus principios. La otra es mucho más reciente y recordada: el affaire del espía en el entrenamiento rival. Su obsesión, en ese caso, ganó la pulseada. Y en un ambiente profundamente innoble, acostumbrado a la ventaja mal habida como el fútbol, se lo castigó mucho más que a cualquier otro infractor. Sus fans, por más que no lo reconocieran públicamente, se amargaron, se decepcionaron.

Cualquier equipo de Bielsa ataca aluvionalmente en cualquier cancha ante cualquier rival. Sin embargo, no se puede afirmar que eso sea una elección del entrenador. Él no puede elegir, no es una opción. Sufre una pulsión por atacar. Es su modo de entender el juego, de recurrir a sus recuerdos de infancia, a sus sensaciones infantiles. Esos tiempos en los que sólo se buscaba el arco rival, hacer más goles que el otro. Esto no significa no aceptar que muchas veces convierta a los suyos en equipos desmesurados, que atacan más allá del deber. “Conceptualmente todos los partidos son iguales para mí: hay que dominar y protagonizar todo lo que pueda”, afirma. Sus equipos aspiran –vanamente- a no ceder jamás la iniciativa. Cree que controlar el juego es la mejor garantía para imponerse. Su mayor mérito es haber conseguido plasmar eso con jugadores y equipos no habituados a ello.

Entre los muchos valores que tienen sus equipos, hay uno que escasea: la belleza. El vértigo, la velocidad, el ataque por los laterales y los largos recorridos atentan contra el regodeo visual. Son equipos formidables pero sin genio.

Se juega para ganar. Sus equipos siempre buscan la victoria. De forma abierta y frontal –lo que en el fútbol no siempre es una virtud-. Bielsa cree, después de años de estudio, que su método es el mejor. El más apto para ganar. Para ser más precisos: el sistema que él considera que propicia las mejores situaciones para ganar un partido de la manera más noble posible.

Cuando explica su sistema lo reduce a una engañosa sencillez: “Recuperar la pelota lo más lejos posible de su área; perderla lo más cerca del área rival”. Pero, tal vez, lo más reprochable de su plan táctico sea la marca personal en toda la cancha. Un método que no utiliza ningún equipo importante del mundo. Esas batallas individuales convierten, de pronto, a la cancha en escenario de una casi una decena de duelos personales. El fútbol como western.

En esos duelos hay una muestra de confianza hacia sus jugadores. Y una muestra de coraje desusada en el fútbol actual: no tiene miedo a perder.

Sorprende que los jugadores que han sido entrenados por él lo elogien sin reparos. Ningún ex jugador suyo lo critica. La gran mayoría parece admirarlo. Le reconocen capacidad de trabajo, inteligencia y franqueza.

No sólo reconocen su sabiduría: lo admiran. “Una vez que te acostumbrás a él, lo amas” dijo Fernando Llorente, un jugador que tuvo problemas con Bielsa, que sufrió sus reclamos por falta de pasión. Quizá, la clave resida en que Bielsa mejora a los futbolistas y ellos lo perciben. Y lo reconocen masivamente. En el mundo del fútbol no abunda la gratitud. La lucha de egos es feroz. Los técnicos han ganado en protagonismo (y en ingresos); eso ha provocado que los roces con los jugadores se hayan incrementado. Los equipos de Bielsa son, ante todo, equipos de Bielsa. Así y todo, eso no parece generar celos ni envidia en los jugadores. Es cierto también que, con su (sana) costumbre de no brindar entrevistas, durante la semana el foco periodístico queda forzosamente sobre los jugadores. Sólo se los puede escuchar a ellos.

Seduce a los jugadores lentamente. Con trabajo y con pruebas tangibles. Ellos saben que Bielsa los mejora y que los respeta. Ese respeto que siente Bielsa por el jugador proviene de la admiración que le provoca la profesión. Él no logró establecerse en Primera. Jugó poco, sin destacarse. Además comprendió hace mucho que depende de ellos. Puede tener el mejor plan, con el ensayo más exhaustivo pero si los intérpretes no están iluminados, el equipo no ganará. Además, se nota, Bielsa quiere a sus jugadores. Sabe que el camino del afecto es imprescindible para que un equipo se forje.

Cumple con uno de los preceptos que hacen a los grandes directores técnicos. Es un don. Lo tiene alguien que está muy alejado de sus modos (y también de sus triunfos: éste tiene más) como Mourinho, lo tuvo Bianchi, lo tienen Klopp y Guardiola. Una de las características necesarias, no siempre lo suficientemente resaltada, que debe tener un director técnico es la de obtener bajo su conducción el mejor rendimiento de un jugador, que llegue al pico de su rendimiento y si es posible que juegue hasta por encima de sus posibilidades. Bielsa lo logra con una frecuencia sorprendente. Buenos jugadores que mientras son dirigidos por él parecen cracks y luego no consiguen retomar jamás ese nivel. Unos pocos ejemplos: Domizzi, Lunari, Pochettino, Claudio Husain, Posse, Camps, Beausejour, Suazo, Carlos Carmona, Waldo Ponce, Muniain, Ander Herrera, Susaeta, Llorente, Gignac, Payet y ahora Kalvin Phillips (que parece recalará en un grande inglés y en la Selección) o Pablo Hernández que alcanzó un brillo e importancia notables a sus 35 años.

Ese aire amateur que consigue en los clubes en los que está no es casual. Los choques que tiene con sus jugadores se producen cuando percibe que están actuando como oficinistas (“Millonarios prematuros”, llamó a los del Bilbao luego de perder las dos finales consecutivas y no mostrar congoja). Pueden jugar bien o mal pero deben estar dispuestos a no resignarse, a entregar hasta lo último. Sus jugadores lo saben. Lo único que está prohibido, el primer mandamiento bielsista: no dejar de luchar nunca, bajo ninguna circunstancia. Sus equipos pierden, a veces son devastados, pero el hincha tiene la certeza de que la posibilidad de resurrección existe. Son equipos que nunca dejan de generar genuinas expectativas.

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El festejo más eufórico de Marcelo Bielsa en Leeds

Bielsa, que pierde seguido, sabe perder. Nunca una excusa, nunca un escándalo. Una hipótesis algo ridícula: Bielsa triunfó con sus equipos al inicio de su carrera para poder imponer después su idea, para profundizarla. Sólo desde sus triunfos pasados y desde su enorme prestigio puede proponer a los jugadores embarcarse en ese largo viaje que es una temporada bielsista, una epopeya dignificante pero agobiante y de final incierto. Ya no cede. No hay espacio para cambios especulativos o para planteos poco generosos como el de la revancha de Newell´s contra San Pablo (si Mendoza no hubiera fallado esos mano a mano). Ahora sólo va en busca de triunfos puros, conseguidos con actitud frontal y con predominio sobre el rival durante los noventa minutos. Cuando lo consigue se produce una especie de epifanía. No acepta atajos, soluciones que resuelven inconvenientes pero que se alejan de sus ideas, de sus valores.

Ha declarado, sin faltarle razón, que “el fútbol lo magnifica todo, lo multiplica todo, lo exagera todo”. Tal vez, sabiendo eso, su apuesta ética, sus planteos sin matices se deban a que siempre tiene muy presente este aspecto totalizador del fútbol. Y a un optimismo a pruebas de balas: cree que el ejemplo se esparcirá y que el fútbol volverá a ser alguna vez ese juego de los días felices de su infancia.

En ocasiones parece que pierde para demostrar que tiene razón. Que la victoria no es todo a pesar de lo que digan. No se regodea en la derrota. Se lo ve torturado, lastimado, hasta incrédulo cada vez que pierde. Pero la acepta y busca sus razones. Aunque no hay equipos que buscan más denodadamente la victoria que los de Bielsa, lo hacen en cualquier circunstancia. Se compite para ganar.

“A lo máximo que puede aspirar un escritor es a una derrota honorable”, escribió William Faulkner. Y Bielsa tiene modos de escritor. La reclusión, su incomodidad con el medio ambiente, la derrota y, principalmente, el paciente y trabajoso modo de cincelar un estilo. Más allá de virtudes conocidas y defectos obvios, nadie podrá jamás dejar de reconocer que sus equipos juegan de una manera determinada, tienen una forma, respetan un estilo. Hablan un lenguaje propio. Así como se puede distinguir un párrafo de cualquier buen escritor, diez minutos de un partido bastan para reconocer uno de sus equipos. Bielsa, se insiste, tiene modos de escritor: estilo, obstinación y fracaso.

Casi un sello de sus equipos: comienzos arduos, de incomprensión. Luego, todo se encamina. Los jugadores comienzan a levantar su rendimiento individual y el colectivo va afinando su movimiento hasta lograr resultados y actuaciones edificantes. Luego, el final. El cansancio, los desajustes, la pérdida de fe de los jugadores, los resultados que no son los esperados. O al menos que no son acordes con la enorme expectativa que se generó a mitad de temporada. Esta vez fue diferente. El Leeds consiguió el ascenso.

Cada vez que deja un equipo, los hinchas le dedican banderas y cantos. Claman por su permanencia. Le piden que no los abandone. Se reitera en cada lugar. Pasó en Rosario, en Bilbao, en Chile, en Marsella y el año pasado en Leeds.

Los hinchas lo aman. Saben que los ilusiona, que los quiso, que los hizo mejores. Ese amor se lo gana sin demagogia. Sin mostrarse, sin vestir ropas autóctonas, sin declaraciones tribuneras (el caso más célebre: le preguntaron en Chile si era más hincha de la selección de ese país que él dirigía o de Newell’s y contestó que tenía la obligación de ser sincero aunque su respuesta fuera antipática). Es el recluso querido y confiable. El eremita adorado que proporciona felicidad.

Esa felicidad no está dada por resultados. O no solamente por ellos ya que hemos visto que sus estos en los últimos tiempos han sido buenos, pero no espectaculares. Según Jonathan Wilson “en la última década ningún entrenador fue tan influyente como Marcelo Bielsa; pero desde que ganó la medalla de oro con Argentina en los Juegos Olímpicos de 2004, no volvió a ganar nada. La forma se ha convertido en más importante que la victoria”.

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El agradecimiento de Bielsa a los aficionados que se acercaron a su casa

A diferencia de otros entrenadores, su presencia transforma el lugar donde trabaja. Nada vuelva a ser igual. La estela de Bielsa se nota en Chile y en Bilbao -ni hablar de Newell´s-. No se puede ser el mismo después de haber vivido tan intensamente. Allí dónde estuvo dejó un legado que enriqueció el lugar, que obliga a sus sucesores a mantener un nivel de ambición antes desconocido.

Desde que los estudios sociales llegaron a las manifestaciones culturales populares se sostiene que el fútbol tiene categoría de rasgo identitario. El fútbol como elemento cultural. Así lo entiende Bielsa, también. Por eso las sociedades en las que se instala se sienten representadas por su trabajo. En realidad no sólo se identifican, no sólo se ven reflejadas. La causa de su enorme aceptación es que esas sociedades se ven mejoradas en la propuesta de Bielsa.

Su vocación es de una profundidad absoluta. Estudia, trabaja y no se traiciona jamás. Es honesto, tiene ideas y pasión. Su ejemplo perdurará. Se ha convertido en imprescindible a fuerza de talento, esfuerzo y honestidad. Tanto ama al fútbol que le resulta inconcebible corromper el objeto de su amor con recursos innobles. Y odia, con la misma intensidad, todo lo que rodea al juego, todas las contraindicaciones añadidas.

Por eso lo queremos tanto, por eso motiva este elogio desmesurado en forma de artículo: Bielsa ama el fútbol con desmesura.